Una cocina abierta donde todo se comparte sin esfuerzo, entre luz, conversación y vida en movimiento.

Un reencuentro cotidiano

A las afueras de Sevilla, en un pueblo donde los naranjos marcan el ritmo de las aceras y las casas encaladas resisten al paso del tiempo, se abre una casa luminosa que da la bienvenida a una escena familiar. Esta vez, dos hermanas llegan con sus hijas a pasar unos días en familia. Lo hacen con la naturalidad de quien regresa a un lugar conocido, que no necesita explicación.

Apenas cruzan la puerta, las niñas entran corriendo con entusiasmo, como si el espacio las reconociera. Suben las escaleras con la urgencia de lavarse las manos para poder empezar a jugar. Sus voces se mezclan con el sonido de los pasos, y todo ocurre en movimiento.

Detrás, sus madres caminan con calma, traen bolsas de la compra, se dirigen a la cocina y se instalan sin ceremonia. La cocina, amplia y abierta, es el punto de encuentro desde el que todo se organiza. No hay divisiones estrictas: el comedor, el patio, la despensa y la isla central forman un conjunto continuo. La transición entre preparar, compartir y convivir se da con total fluidez.

Aquí, cada elemento cumple una función clara. La isla, orientada hacia el patio, permite preparar la comida sin perder de vista a las niñas mientras juegan fuera. También ofrece una encimera generosa donde varias personas pueden colaborar al mismo tiempo, y cajones bajos que guardan todo lo necesario, a mano. En uno de los laterales, un lineal de columnas concentra electrodomésticos y almacenamiento, resolviendo la funcionalidad sin sobrecargar el espacio. El resultado es limpio, cómodo y completo.

Las escenas se suceden sin esfuerzo. Una de las hermanas acomoda fruta, mientras la otra organiza lo que han traído del mercado. Las niñas se acercan pronto, curiosas, y se instalan en la mesa del comedor con lápices y papeles. Dibujan mientras se colocan platos, se llenan vasos de agua, se comentan los planes del día. Desde esa cocina se ve todo: el comedor, el patio, el árbol. No hace falta desplazarse ni dividir tareas. Se comparte lo cotidiano desde un mismo lugar.

El naranjo, en el centro del patio, da nombre y sentido a la casa. Desde la encimera, su silueta aparece como una constante. La casa parece haberse replegado en torno a él, como si reconociera su valor. Cocinar mirando hacia fuera no es un gesto estético, sino una forma de integrar el ritmo de dentro con lo que sucede fuera. Abrir la cocina al patio no solo amplía visualmente el espacio: permite que todo esté conectado.

En esta casa, la cocina no es una pieza aislada ni un rincón apartado. Es el núcleo desde el que se despliega la vida. Cortar verdura, preparar recetas, sacar una bandeja del horno, limpiar después… todo ocurre mientras alguien dibuja, otro pone la mesa, otro vuelve del patio con las manos manchadas de tiza.

En una tarde cualquiera, la luz entra por los ventanales y el sonido del exterior se cuela por las puertas abiertas. Se escuchan las risas, las conversaciones cruzadas, tareas que se solapan sin entorpecerse. La cocina está en uso. Y aunque no pasa nada extraordinario, en esa rutina compartida se encuentra todo: el vínculo, la memoria, el gusto por hacer las cosas juntas y con calma.


 

 

Proyecto:

Casa El Naranjo

Fotografías:

Sergio Pradana